Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Un vínculo inesperado con la naturaleza salvaje.

Doña Vicenta amaba a los animales. Aunque parte de esta historia haga pensar lo contrario.

Ella vivía en la cálida región llanera de Venezuela, una exuberante planicie sin pendientes o relieves, pero rica en fauna y flora, con humedales y amplias extensiones de territorio que se inundan en época de lluvia y se agrietan en tiempos de sequía.

Ese paisaje de horizonte infinito era más que familiar para Vicenta, quien conocía muy bien El Llano, sus ritmos y desafíos… y también sus oportunidades. No dejaba pasar ningún animal que se le atravesara en el camino, ya fuera de ida o de vuelta a la finca que tenían por el Capanaparo, donde don Pedro, su marido, tenía a bien practicar la ganadería vacuna.

Su casa, una quinta esquinera en San Fernando de Apure, era un homenaje a aquel «fin de mundo», para muchos hostil, que inspiró a Rómulo Gallegos para crear a la intrépida Doña Bárbara. En el patio convivían montones de especies: pájaros de distintos trinos y plumajes, perros y gatos de varios tamaños y colores, patos, gallinas… También había especies menos caseras: nutrias en una piscina inflable, alcaravanes, tapires, turpiales… y hasta Monchito, un chigüire, llegó a compartir espacio con los hijos, sobrinos y nietos de esta señora pintoresca, que adoraba a todos los bichos que paría la naturaleza, sin asomo de discriminación por su apariencia o tipo de hábitat.

Entre el sopor y la rutina de la cuadra, un lugar donde casi nunca pasaba nada, se intuía la constancia de una tensa calma, ante la cercanía de tanta fauna en vías de domesticación: el temor de que un animal se escapara y pusiera alguna vida en peligro.

Esa posibilidad generaba una mezcla de nerviosismo y expectativa entre familiares y allegados de Vicenta, «no fuera a ser» que se le antojara un día una criatura todavía más salvaje… porque, ciertamente, de vez en cuando los animales se alborotaban y ocasionaban accidentes biodiversos. Mordiscos, arañazos, picotazos o zarpazos podían ocurrir con frecuencia, y formar parte de historias que ella contaba luego con bastante gracia y desparpajo.

Un sábado por la tarde, Vicenta estaba en el patio alimentando a la manada variopinta. Al terminar su tarea se dispuso a entrar a la casa, pero de pronto sintió que algo la miraba, ese peso en la nuca típico de cuando te sientes vigilado. Al girarse vio que era Monchito, quien, para su total extrañeza, se hallaba parado solamente en sus patas traseras. Sin poder entender lo que pasaba, sintió un dolor agudo en el tobillo derecho, pegó un grito y salió disparada hacia la cocina, cerrando con premura la puerta.

¿Qué pasó? Se preguntó. Recapitulando mentalmente lo sucedido, Vicenta se dio cuenta de que el chigüire la había mordido, dejándole una herida en la pierna que le dolía menos que su corazón, inundado de un abrupto sentimiento de traición.

Una llanera de pura cepa herida por una animal de su tierra. Un ataque inesperado, sobre todo de una especie herbívora y apacible, conocida en Instagram como Capibara «el animal más amigable del planeta», teoría confirmada por memes ilustrados y sus retratos virales con vacas, patos, tortugas y hasta caimanes.

Por fin sucedió algo que acabó con el aburrimiento… y dejó a los vecinos consternados. Sin embargo, la turbación duró solo hasta el día siguiente, cuando felices y contentos cerraron la calle para almorzar «sánduches» de pisillo de chigüire, cortesía de doña Vicenta y don Pedro.

En medio de la verbena que se armó ese domingo, don Pedro atinó a decirle, en voz baja y con aire sarcástico, a su señora:

—Espero que no te dé por traerte un cunaguaro, no vaya a se’ que un día llegue a la casa y me digan que el animal se me comió a la muje’.

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